Jer 31,31-34: Haré una
alianza nueva y no recordaré sus pecados
Salmo 50: Oh Dios, crea
en mí un corazón puro
Heb 5,7-9: Aprendió a
obedecer y se ha convertido en autor de salvación eterna
Jn 12,20-33: Si el
grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto
En medio de la
aflicción que se siente al ver Jerusalén destruida y a los judíos divididos
entre los que se quedaron y los que fueron deportados, se oyen las palabras del
profeta Jeremías como un canto al perdón y la esperanza. Con razón los expertos
llaman a estos capítulos de Jeremías el «libro de la consolación». Dios quiere
comenzar de nuevo con su pueblo, proponiendo sellar una «nueva alianza», que
genere relaciones nuevas entre Dios y su pueblo. ¿Qué tipo de alianza? Una que
ya no esté escrita en tablas sino en el corazón mismo del ser humano. Dios deja
claro que no es la simple ley, por sí misma, sino su espíritu, lo que nos
acerca a Dios. Cuando se tiene a Dios «en el corazón», la ley se humaniza, se
des-absolutiza, se acata desde el corazón, sin legalismos, con sinceridad, y el
ser humano entra a formar parte del pueblo de Dios. Con ello, el otro regalo
que nos hace Dios es acceder gratuitamente a su conocimiento. No hay que pagar
ni matrícula ni mensualidades, no hay que ser mayor o menor, ni de una raza u
otra: Dios se revela en la historia de cada pueblo, sin discriminaciones, sin
olvidar a ninguno.
La carta a los hebreos
destaca las actitudes de Jesús en el cumplimiento de la voluntad del Padre. El
pasaje recuerda la escena del huerto de los Olivos, cuando Jesús ora al Padre
ante la posibilidad de ser librado de la muerte. La oración tuvo como efecto el
fortalecer a Jesús para llevar a cabo su misión, no ahorrarle la realización de
la misión. Los cristianos tenemos mucho que aprender en este sentido, pues, la
mayoría de las veces, nuestras palabras más que oraciones o súplicas parecen
«órdenes dadas a Dios para que no se haga su voluntad». El texto nos acerca
también al sufrimiento que asume Jesús como prueba de su obediencia a los
designios del Padre. Oración y sufrimiento de Jesús son signos concretos de
esta solidaridad que comparte con toda la Humanidad. Por este acercamiento tan
perfecto a la voluntad del Padre es por lo que Jesús se convierte en
manifestación de la presencia de Dios entre nosotros, camino y modelo de
salvación abierto a todos los hombres y mujeres del mundo.
En el evangelio de Juan
vemos a judíos -o convertidos al judaísmo- que vienen a Jerusalén con motivo de
la fiesta pascual. En medio de la caravana aparecen algunos griegos que
aprovechan para pedir a Felipe: «quisiéramos ver a Jesús». La pregunta no es
«¿dónde está?», a lo que probablemente cualquiera les hubiera respondido con
una información adecuada, sino una petición que va unida al deseo de la
mediación de los discípulos para conocer personalmente a Jesús. Los discípulos
son reconocidos por su cercanía al maestro y se convierten en mediadores,
testigos y compañeros de camino para quienes quieren ver a Jesús. El hecho de
que sean griegos quienes buscan a Jesús tal vez quiera ser un símbolo de
universalidad del evangelio, pues «incluso los paganos buscan a Jesús». La
ocasión es aprovechada para anunciar que el tiempo de las palabras y los signos
está llegando a su fin, pues se acerca la «hora» del «signo» mayor: su pasión y
muerte en la cruz.
Jesús acude a una breve
parábola. Sólo el grano de trigo que muere da mucho fruto. Esta brevísima
parábola presenta una vez más, de otro modo, la lección fundamental del
Evangelio entero, el punto máximo del mensaje de Jesús: el amor oblativo, el
amor que se da a sí mismo, y que por ese perderse a sí mismo, por ese morir a
sí mismo, genera vida.
Estamos ante una de las
típicas «paradojas» del evangelio: «perder» la vida por amor es la forma de
«ganarla» para la vida eterna (o sea, de cara a los valores definitivos); morir
a sí mismo es la verdadera manera de vivir, entregar la vida es la mejor forma
de retenerla, darla es la mejor forma de recibirla… «Paradoja» es una figura
literaria que consiste en una «contradicción aparente»: perder-ganar,
morir-vivir, entregar-retener, dar-recibir… Parecen dimensiones o realidades
contradictorias, pero no lo son en realidad. Llegar a darse cuenta de que no
hay tal contradicción, captar la verdad de la paradoja, es descubrir el
Evangelio.
Y estamos ante un punto
alto de la revelación cristiana. En Jesús, se expresa una vez más el acceso de
la Humanidad a la captación esta paradoja. En la «naturaleza», en el mundo
animal sobre todo, el principal instinto es el de la auto-conservación. Es
cierto que hay mecanismos diríamos «altruistas» controlados hormonalmente para
acompañar los momentos de la reproducción y la cría de la descendencia o para
la defensa de la colectividad, pero no se trata verdaderamente de «amor», sino
de instinto, un instinto puntual excepcional sobre el gran instinto de la
auto-conservación, que centra al individuo sobre sí mismo. La naturaleza animal
está centrada sobre sí misma. Lo que pueda ser contrario a esta regla no es más
que una excepción que la confirma.
El ser humano, por el
contrario, se caracteriza por ser capaz de amar, por ser capaz de salir de sí
mismo y entregar su vida o entregarse a sí mismo por amor. La humanización u
hominización sería ese «descentramiento» de sí mismo, que es centrarse en los
demás y en el amor. La parábola que estamos reflexionando expresa un punto alto
de esa maduración de la Humanidad; tanto, que puede ser considerada como una
expresión sintética de la cima del amor. En el fondo, esta parábola equivale al
mandamiento nuevo: «Éste es mi mandamiento, que se amen los unos a los otros
‘como yo’ les he amado; no hay mayor amor que ‘dar la vida’» (Jn 15,12-13). Las
palabras de Jesús tienen ahí también pretensión de síntesis: ahí se encierra
todo el mensaje del Evangelio. Y en realidad se encierra ahí todo el mensaje
religioso: también las otras religiones han llegado a descubrir el amor, la
solidaridad… el «descentramiento» de sí mismo como la esencia de la religión.
Jesús es una de esas expresiones máximas de la búsqueda de la Humanidad, y del
avance de la presencia de Dios en su seno…
Si las semillas somos
nosotros, ¿a qué debemos morir? Esta hora neoliberal que vive el mundo, aunque
se haya dado un notable avance en aspectos como la tecnología, la
intercomunicación mundial, y hasta un notable desarrollo económico
(tremendamente desequilibrado), no podemos dejar de descubrir un cierto
«retroceso» en humanización: frente al pensamiento utópico, a las «ideologías»
(en el sentido positivo de la palabra) que buscaban la «socialización» humana,
la realización máxima posible de la solidaridad entre los humanos y la
colectividad, la realización de una sociedad fraterna y reconciliada, tras el
fracaso simplemente económico, militar o tecnológico de alguno de los sectores
en conflicto, ha acabado por imponerse la vuelta a una economía supuestamente
«natural», descontrolada, sin intervención, dejada al azar de los intereses de
los grupos, llegándose a proclamar que «la persecución del propio interés sería
la mejor manera de contribuir para el bien común» [fisiocracia, Tableau de
Quesnay…]. El neoliberalismo, con su programa de «adelgazamiento del Estado»,
su disminución de los programas sociales y la proclamación de un mercado
supuestamente «libre», ha vuelto a hacer de la sociedad humana una «ley de la
selva», donde cada uno busca su propio interés, incluso creyendo,
paradójicamente, que con ese interés propio es como mejor colabora al bien
común.... Es una ideología enteramente contraria al Evangelio, y contraria al
mensaje de todas las religiones. Es por eso que podemos considerarla como la
proclamación de una nueva religión, la del egoísmo insolidario. Afortunadamente
hay cada vez más señales de que este eclipse de la solidaridad y este retroceso
de la hominización trasparenta cada vez más su verdadera naturaleza, y la
inconformidad surge por doquier. «Otro mundo es posible», a pesar del esfuerzo
de la propaganda neoliberal por convencernos de que «no hay alternativa» y de
que estamos en el «final (insuperable) de la historia»... Si, con el evangelio,
creemos que «no hay mayor amor que dar la vida», que la ley suprema es «morir
como el grano de trigo: para dar vida» (evangelio de este domingo), deberíamos
comprometernos en hacer que la sociedad se concientice sobre la necesidad de
superar políticas económicas tan «naturales» y tan poco «sobrenaturales» como
la actual política neoliberal.
Para la revisión de
vida
Si el grano de trigo no
cae en tierra y muere, queda infecundo. ¿Me resisto a dar vida y a dar la vida
en las pequeñas cosas de cada día y en los grandes momentos de la vida? ¿He
captado la ley evangélica es de dar la vida por amor? ¿Estoy dispuesto a aceptar
esa «muerte» para vivir?